Comentario
Las conceptualizaciones del New Deal rooseveltiano tardaron bastante en imponerse en la escena internacional y, de no haber estallado la guerra mundial, la recuperación económica norteamericana no se hubiera logrado tan rápidamente.
Sin embargo, ya antes del conflicto se habían formado en Estados Unidos los frentes de una estrategia que desembocó en un esfuerzo sostenido para crear un orden económico internacional que evitase las aberraciones del período de entreguerras y adaptase a un nuevo contexto una versión modernizada de los principios fundamentales que habían inspirado el fenecido orden liberal.
Como hace ya muchos años puso de relieve uno de los primeros historiadores de la diplomacia económica anglonorteamericana en el período de la guerra mundial, Richard N. Gardner, había razones para pensar que Estados Unidos no desempeñase un papel tan prominente en la configuración del orden económico internacional del futuro.
En primer lugar, pesaba sobre Norteamérica el distanciamiento político frente al Viejo Continente como traducción de un cierto aislacionismo o autoconcentración en los propios problemas, ciertamente acuciantes en la década de los treinta. Era Gran Bretaña el foco neurálgico de la economía mundial, no Estados Unidos, con intereses globales entonces todavía limitados.
En segundo lugar, estaba la atracción del nacionalismo económico, que, en un país de las dimensiones continentales de Estados Unidos, iba acompañada de una clara tentación de autosuficiencia. En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, el comercio exterior norteamericano no representaba más allá del 5 por 100 de la renta nacional.
En tercer lugar, la filosofía política y económica norteamericana era prisionera de la ortodoxia del "laissez-faire", que en la época del capitalismo salvaje reducía la intervención del Estado a los más bajos niveles posibles.
Reconstruir un nuevo orden económico a escala internacional implicaría esfuerzos intervencionistas que chocarían con la oposición de aquellos grupos que se oponían a ello en el plano nacional.
Cabría mencionar, por último, la peculiar estructura política norteamericana, que tendía a subordinar los intereses nacionales a los locales y los internacionales a los nacionales, en razón de la diseminación y difusión del poder entre los distintos grupos sociales y regionales.
Frente a ello, había un deseo claro de eliminar barreras a los movimientos de bienes, servicios y factores, y de hacer depender de la iniciativa privada, con preferencia a la estatal, el control de tales movimientos. Este deseo terminó imponiéndose, aunque no sin dificultades. Tres razones lo explican.
En primer lugar, según indica Krasner, los políticos y economistas norteamericanos fueron influidos muy poderosamente por la experiencia de la entreguerra y por la ascensión del nacionalismo económico. Este último se relacionó no sólo con el deseo de los distintos países de protegerse de los efectos de un contexto internacional desfavorable, sino también con la subida de Hitler (en general, de los fascismos) al poder.
Eran estos regímenes (sobre todo la Alemania nazi) los que con mayor intensidad habían puesto en práctica planteamientos de política económica internacional extraordinariamente discriminatorios que exaltaban la capacidad intervencionista de los aparatos estatales. En consecuencia, no fueron pocos quienes equipararon el nacionalismo económico con una amenaza a la paz y a la prosperidad.
El secretario de Estado, Cordell Hull, se había lanzado a una fuerte batalla para demostrar que la liberalización del comercio constituía un camino hacia la recuperación y exigía que Estados Unidos, reduciendo su aislacionismo, pusiera en práctica una política de puertas abiertas. Numerosos funcionarios y asesores no dejaron de cantar las excelencias de una línea de actuación que ampliase los intereses económicos norteamericanos en el extranjero, incluso en los países poco desarrollados y en las colonias de otras potencias.
El segundo factor fue cobrando peso a medida que transcurría la Segunda Guerra Mundial. En efecto, Estados Unidos saldría del conflicto en una posición de superioridad económica relativa (que llegó a ser, al menos en el mundo occidental, hegemónica durante muchos años), y la introducción de una política de corte neoliberal serviría para alcanzar, cuando menos, dos finalidades: primero, mantener elevados niveles de ocupación en el aparato productivo norteamericano, contrarrestando la tendencia a la crisis que, se temía, podría materializarse al terminar la guerra. Segundo, un orden económico internacional abierto acrecentaría la influencia política de Estados Unidos, al aumentar las dependencias de otros países para obtener recursos y tecnología con que reconstruir unas economías destrozadas o devastadas por la guerra.
Un tercer factor, subrayado por Maier, fue la importancia que adquirió la política de intensificación de la productividad como forma de trascender los conflictos de clase que se habían exacerbado durante los años de depresión precedentes.
El fomento de la producción permitía augurar que Estados Unidos podría elevar el nivel de bienestar sin tener que realizar una redistribución significativa del poder económico y sin afectar, por consiguiente, a la estructura de clases cristalizada.
Se trataba, en último término, de hacer el pastel más grande, de tal suerte que todos, incluso los menos afortunados, pudieran recibir los frutos del reparto sin mengua de las porciones que obtuvieran los poderosos.
En la medida en que la intervención estatal removiese los obstáculos que dificultaban la expansión de la producción, la planeación terminaría siendo bien venida hasta el punto de que el secretario de Comercio de la posguerra, W. Averell Harriman, pudo exclamar en 1946 que a los norteamericanos ya no les asustaba la famosa palabra.
Ya antes de que Estados Unidos interviniera en el conflicto (diciembre de 1941) habían comenzado las especulaciones en la Administración acerca de cómo podría configurarse el mundo de la posguerra partiendo de la hipótesis de que cualquier acuerdo general que abriera la puerta de éste tenía que ser pensado con suficiente antelación.
En el otoño de 1939 un conjunto de especialistas bajo la dirección de Leo Pasvolsky, asesor de Hull, empezó a realizar este tipo de trabajo especulativo en el Departamento de Estado, uno de los centros de la labor de planeación. Los otros dos serían el Departamento del Tesoro, al frente del cual se encontraba Hehry Morgenthau, Jr., que contaría con la valiosa colaboración del experto en asuntos financieros internacionales, Harry Dexter White, uno de los artífices de los novedosos esquemas de cooperación monetaria, y la Junta de Guerra Económica, dirigida por el vicepresidente de Estados Unidos, Henry A. Wallace.
Las hipótesis de los planificadores para la posguerra eran dos: Estados Unidos no debía repetir el error de inhibirse de una futura organización mundial, lo que traducía los principios universalistas que habían inspirado a muchos líderes del New Deal, pero también la desconfianza en la noción de que los intereses norteamericanos se verían servidos de la mejor forma posible si se vinculaban estrechamente con los de Gran Bretaña. Y un orden mundial razonable debía construirse sobre sólidas bases económicas, lo que incitaba a dar una preponderancia a los factores económicos hasta entonces desconocida en la planeación.
Una mezcla, pues, de intereses objetivos, internos y externos; una orientación estratégica y el rechazo de la experiencia histórica anterior impulsarían el papel central de Estados Unidos en la definición de cómo pudieran abordarse las relaciones económicas -y políticas- posteriores al conflicto.
Sin tal empuje, el mundo de la posguerra hubiera sido, probablemente, muy diferente, porque la otra gran potencia, Gran Bretaña, que se veía abocada a una posición deudora, no compartía del todo los intereses norteamericanos.